Agronomos Generales,Técnico Agronomico Miguel de la Madrid Hurtado y la crisis agrícola profunda

Miguel de la Madrid Hurtado y la crisis agrícola profunda

La crisis económica en que estaba sumido el país como consecuencia de las políticas populistas, paternalista e intervencionistas de los últimos dos periodos presidenciales, obligaba a un cambio en el modelo de desarrollo económico y desde luego a las políticas que regirían los procesos ligados a la producción agropecuaria.

Con Miguel de la Madrid se iniciaría el desmantelamiento de las instituciones del sector, unas veces disfrazadas de transformación y otras con su desaparición abrupta, sobre todo las responsables del financiamiento, la inversión en el campo por parte del gobierno federal se redujo al máximo.

La dependencia alimentaria en la que había quedado el país después de los últimos periodos presidenciales se acentuó durante el periodo de Miguel de la Madrid y sumió al campo en una profunda crisis agrícola, la población de más bajos ingresos resintió el costo de los alimentos, lo que provocó una drástica caída en el consumo de alimentos por habitante. A nivel macroeconómico eso se tradujo en excedentes para la exportación.

Ante esta situación Miguel de la Madrid estableció como parte importante de plan de gobierno el Pronal (Programa Nacional de Alimentación). En el primer informe de su gobierno habría de destacar:

Se ha requerido la revisión profunda de las políticas y estrategias del desarrollo rural. En el campo estamos reorientando la estrategia para conciliar el aumento sostenido de la producción con la consecución de mayores niveles de bienestar para la población campesina.

El sector agropecuario presenta serios rezagos en relación con otros segmentos de nuestra economía.

Tiene bajos índices de productividad: su producción ha sido insuficiente para el crecimiento de la demanda y nos ha obligado a fuertes importaciones.

El bajo nivel de ingreso de los campesinos es la causa principal de la desigualdad social. Conscientes de que las instituciones de la administración pública agropecuaria han registrado bajos índices de eficiencia y productividad desde hace varios años, hemos procedido a promover su revisión y organización.

Se trata de lograr en este sexenio un avance sustancial en los niveles de eficiencia y honestidad de este sector de la administración pública, ya que de ella depende, en buena parte, lo que pasa en el campo.

En los dos últimos años hemos obtenido avances importantes en la alimentación y nutrición, a través del fomento a la producción de básicos, y a un sistema moderno de su comercialización para el abasto de los alimentos indispensables para la población.

Es tarea que efectúan varias dependencias del Ejecutivo que se integran y coordinan en el Plan Nacional de Alimentación.

 

La importación de granos representó el 20% del consumo nacional, mientras la demanda interna de alimentos se abatió por la contracción de los salarios reales. Los precios de la maquinaria agrícola, los fertilizantes y otros insumos, se elevaron al tiempo en que la inversión pública descendió en irrigación, fomento agrícola y desarrollo rural.

Durante ese periodo del gobierno federal se presentó una drástica caída en los precios reales agrícolas y en la inversión pública dirigida al desarrollo rural.

En 1982 el gobierno destinó el 13.4% del gasto total programable al desarrollo rural; en 1988 sólo el 5.6% (Fujigaki, 2002).

La política agraria de su administración se dividió en dos grandes acciones de corto y mediano plazo: la solución al problema agrario y como consecuencia la consolidación, ampliación y perfeccionamiento de la estructura agraria, así como el impulso al desarrollo integral de la comunidad rural en su conjunto.

Esta estrategia se tradujo, en sus tres primeros años de ejecución, en resultados que favorecieron la justicia, la certeza y la equidad en la relación hombre-trabajo-tierra.

La Secretaría de la Reforma Agraria dedicó sus esfuerzos a la culminación del reparto agrario, a la regularización de la tenencia de la tierra y a darle seguridad jurídica en sus tres formas: ejidal, comunal y pequeña propiedad, tanto agrícola como ganadera; además, se regularizaron asentamientos humanos y se consolidó la estructura interna de los grupos campesinos, la organización de los productores, la administración agraria y la capacitación campesina.

Entonces, se dio a conocer el Programa Nacional de Desarrollo Rural Integral (Pronari), y al respecto, en su tercer informe de gobierno, señalaría:

Desde el inicio de la actual administración se incluyó en el Artículo 27 de la Constitución Política, la responsabilidad del Estado de promover el desarrollo rural integral, con el propósito de generar empleo y garantizar a la población campesina el bienestar y su participación e incorporación al desarrollo nacional.

En congruencia con lo dispuesto por la Ley de Planeación, el Programa Nacional de Desarrollo Rural Integral fue expedido el pasado 16 de mayo.

Por su enfoque integral, el programa constituye respuesta a las demandas planteadas en la consulta con las organizaciones del campo.

Establece como prioridades alcanzar la soberanía alimentaria en los productos de mayor demanda popular y lograr una mejor distribución del ingreso de la población rural.

En la medida de lo posible se pretendía apoyar al agro, aunque en la práctica los resultados no eran consistentes, el rezago era tan grande que el nivel de vida de los campesinos estaba severamente afectado.

La producción no podía hacer frente a las necesidades alimenticias de una población ya mayoritariamente urbana, lo que traería como consecuencia el incremento de las importaciones de alimentos y materiales para la industria, en una época en que las divisas eran escasas (Castaños, 2008).

En cuanto a la organización económica de los campesinos, la Secretaría de la Reforma Agraria entregó 8 mil 500 unidades de desarrollo rural a pequeños propietarios y 348 organizaciones de orden superior a siete mil núcleos agrarios, con el objeto de activar las actividades económicas de producción, transformación y comercialización de sus productos; se constituyeron también las unidades agroindustriales para la mujer campesina y las sociedades cooperativas y de producción rural.

Se impartió capacitación al campesinado, con 18 mil 591 cursos, que beneficiaron a más de 604 mil 577 personas de 800 unidades ejidales.

Las luchas campesinas se trasladaron en definitiva al terreno económico y los reclamos agrarios continuaron perdiendo fuerza.

El grueso de las movilizaciones campesinas en ese sexenio plantearon demandas económicas, en especial el aumento en los precios de garantía y mayores recursos económico-financieros.

Al respecto, en su tercer informe de gobierno, el presidente Miguel de la Madrid afirmaría:

Muy importantes han sido las acciones para revertir los términos de intercambio entre las actividades primarias y el resto de la economía.

A fin de estimular a los productores, se mantuvo una política de precios de garantía remunerativos. Y en materia de financiamiento, el crédito de avío dio preferencia a los cultivos básicos.

Estas acciones se complementaron con los programas de aseguramiento agrícola. En relación a la inversión pública, se continuó dando prioridad a las obras destinadas a fortalecer la capacidad productiva de las áreas de temporal.

Además, los campesinos incluirían en su agenda una demanda antes excepcional: la participación activa en la definición y en la evaluación de políticas para el sector agropecuario (Cortés, 1993).

La política gubernamental de Miguel de la Madrid se basó en la privatización de la economía, la inversión extranjera y apertura comercial, lo cual se consideraba que podía ser una buena alternativa para retomar la senda del crecimiento económico, integrando de una manera más dinámica a nuestro país en el mercado internacional.

Al igual que sucedió con el resto de la economía, el sector agropecuario tuvo que cambiar sus paradigmas debido al proceso modernizador, y así modificar sus prioridades para establecer una nueva política agropecuaria.

A partir de entonces habría que dar prioridad al mercado externo en demérito del mercado interno, así como el cumplimiento de los compromisos financieros internacionales en lugar de fomentar las actividades productivas internas y el bienestar de la población (Romero, 2002).

Debido a la crisis de la deuda externa, sus montos y sus pagos, México se ve obligado a firmar acuerdos con el Banco Mundial (Bm) y el Fondo Monetario Internacional (Fmi) para renegociar la deuda externa.

Esos acuerdos constituyen un parte aguas histórico de la economía mexicana y acentúan su dependencia  y subordinación del exterior y permite un intervencionismo de esos órganos financieros en la política económica mexicana.

Paradójicamente ponen como condición a México, desde luego a manera de recomendación, disminuir el “intervencionismo” del Estado en la vida económica, por lo cual el régimen iniciaría una agresiva campaña de privatización y reprivatización de empresas paraestatales y profundizaría las medidas de ajuste económico sugeridas por las finanzas internacionales. La redefinición drástica de las reglas del juego económico favorecieron una brutal reconcentración del ingreso, a costa de la severa disminución de los salarios laborales y los ingresos de los productores agropecuarios.

En resumen, durante el periodo 1982-1988 el sector agropecuario fue sacrificado de nuevo con la intención de favorecer la recuperación del aparato urbano industrial.

En ese sexenio se dieron la mayoría de los recortes presupuestarios que llevaron al desplome de la inversión pública en el agro y se perfilaron los escenarios económicos y políticos favorables para la implantación definitiva e indisputada de las políticas neoliberales del salinismo (Cortés, 1993).

Los tecnócratas neoliberales aseguraban que el rezago de la agricultura obedecía a la ineficiencia de las políticas populistas emanadas de un gobierno económicamente intervencionista y que el mercado y la competencia garantizaban una mejor asignación de los recursos productivos, lo que redundaría en una gradual modernización económica y la reactivación de la productividad agropecuaria (Romero, 2002).

Sin embargo, los hechos evidenciarían lo contrario, las reformas en la política agrícola habían afectado de forma adversa la evolución de la producción y la balanza comercial de granos básicos y, con ello, el empleo e ingresos rurales. Y es que los objetivos de modernización y competitividad agrícolas no habían promovido el desarrollo rural.

Al comenzar el periodo de Miguel de la Madrid, la crisis económica y financiera condujo a un viraje en el modelo económico: se iniciaron una serie de reformas regulatorias y estructurales, y el objetivo primordial de la política económica fue la transformación acelerada de una economía cerrada y orientada al mercado interno a otra muy abierta y más integrada a la economía internacional.

En materia agropecuaria las transformaciones arrancaron con la adhesión de México al Gatt en 1986, con ello se aceleró el cambio en la política agrícola, experimentado así, a partir de 1989, el lanzamiento de un programa de modernización del agro centrado en la promoción de los mercados.

Con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1994 y de los acuerdos de la Ronda Uruguay del Gatt en 1995, las reformas estructurales agrícolas se intensificaron: las empresas públicas de transformación y comercialización de productos agrícolas fueron privatizadas o liquidadas; los subsidios a la producción fueron eliminados y sustituidos por pagos directos a los productores y se liberalizó así el comercio exterior de casi todos los bienes agrícolas (Flores, 2003).

Bibliografia

Mena, S. Ramírez, M. (2014). Panorama de la agricultura en México (1.ª ed.). Grupo editorial: Editorial Universidad de Guadalajara.


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