Del libro “Panorama de la agricultura en México”
Escrito por SALVADOR MENA MUNGUÍA
En la segunda parte del siglo xviii el desarrollo económico de la Nueva España fue vertiginoso.
El poder económico se trasladó de la Ciudad de México, donde había permanecido desde la fundación de Tenochtitlan, a la región del bajío, el occidente (incluido Guadalajara) y el norte.
Ese reacomodo económico provocó a la vez la marginación de regiones antes privilegiadas como Puebla-Tlaxcala y el ascenso de otras como Veracruz; además, se crearon nuevas expectativas políticas por el fortalecimiento del mercado internacional a través del comercio, la minería y la agricultura de exportación, situación respaldada desde la metrópoli con la finalidad de controlar ese importante proceso económico sin disminuir su poder político. Sin embargo, esas decisiones fueron interpretadas como que la metrópoli sólo cuidaba de sus intereses, lo cual avivó la inquietud de que desdeñaban los del resto de la Colonia.
Por ese tiempo la agricultura aportaba el 62% a la economía general de la Nueva España, la industria y el comercio el 25% y la minería el 13%.
En esas condiciones se empezó a tener la percepción de que la Nueva España ya era autosuficiente y que las ataduras con la península ibérica sólo mermaban su economía, pues España manifestaba el mínimo interés por el verdadero desarrollo de la Colonia. Al respecto Florescano y Gil (1997) consignan que hubo un plan subversivo anterior al de los insurgentes presentados por la historia oficial, se trata de un escrito firmado por el fraile Melchor de Talamantes, donde señala que el territorio de la Nueva España tenía “todos los recursos para el sustento, conservación y felicidad de sus habitantes”, y por lo tanto debía hacerse independiente, puesto que el gobierno español no se ocupaba del bien general de la Nueva España.
A la par se generó un desajuste social provocado también por el rápido crecimiento económico: la aparición de “las castas”, grupo que no tenía cabida en el orden establecido hasta 1770 y que poco a poco fue conformándose hasta constituirse en la quinta parte de la población total a finales del siglo xviii.
Las castas se integraban por individuos de todos los colores y razas que habían sido reclutados como mano de obra barata para sostener el trabajo de la minería y la agricultura en las haciendas y que, además junto con los criollos (españoles nacidos en la Nueva España) eran más prolíficos que los grupos de la realeza.
Las castas formaban un sector de la población de la Nueva España que se tornó conflictivo por su carencia de bases económicas, sociales y culturales que les garantizaran su integración a la sociedad, de tal forma que sólo recibían re chazo que les generaba inestabilidad y resentimiento.
Por otro lado, la aparición de los llamados “nuevos ricos”, producto del crecimiento económico de las regiones mencionadas (bajío, occidente y norte de la Nueva España, que no era un grupo numeroso pero sí detentaba poder económico y estaba integrado por comerciantes de provincia, agricultores, mineros y empresarios, reclamaba para sí una mayor participación política, situación que la metrópoli no estaba dispuesta a ceder.
Por otro lado, al cerrarse también las posibilidades de ascenso de gran parte de los criollos, los mestizos y las castas, se incrementó la frustración social de esos grupos, en quienes el auge económico de la Nueva España había creado nuevas expectativas de desarrollo.
El sistema establecido impedía el acceso de criollos y mestizos a los espacios de poder, de modo que tenían vetado ocupar cargos políticos y posiciones que antes ocupaban en la Real Audiencia, la hacienda pública y la administración gubernamental.
De la misma forma se impidió que ocuparan altos puestos militares y eclesiásticos, con lo cual quedaban excluidos de cualquier posición de poder.
Sin embargo, criollos y mestizos supieron aprovechar dos resquicios que dejaron los españoles dueños del poder político: la educación y la figura del cabildo que durante dos siglos y medio de existencia sólo había sido simbólica; en lo que se refiere al primero, muchos de los criollos y mestizos tuvieron la oportunidad de estudiar leyes e introducirse de manera natural en los cabildos particularmente en el de la Ciudad de México.
La figura del cabildo hasta ese momento carecía de personalidad representativa y por lo tanto de independencia del poder del virrey, pero gradualmente fue reivindicado por los criollos como cuerpo democrático y representativo, lo anterior aunado a que el rey Carlos III, en 1771, estableció en la Ciudad de México que “los criollos deberían ser preferidos a los europeos en la distribución de empleos y beneficios de los reinos conquistados”.
En medio de ese panorama el cabildo adquiere importancia económica plena para 1808, cuando el de la Ciudad de México asume la representación de todo el reino de la Nueva España (Florescano y Gil, 1997).
Conviene recordar que a principios del siglo xix, cuando Napoleón Bona parte y su “Gran armada” dominaban gran parte de Europa, éste colocó en el trono de España a su hermano José Bonaparte en sustitución del rey Fernando VII, situación que fortaleció el poder del cabildo de la Ciudad de México, pues mientras un sector integrado por fieles a la Corona pugnaba por redoblar el apoyo tributario a España para que resistiera la invasión e incluso recuperara su soberanía, otro sector integrado por criollos proponía dejar de tributar e iniciar lo que a la postre sería la desvinculación del poder español para constituirse como nación independiente y desde luego bajo el mando de los criollos.
En esas condiciones se da el brote rebelde el domingo 16 de septiembre que se conocería en la historia como el movimiento insurgente en pos de la independencia de México en relación con el dominio español.
La teología de la liberación hizo su aparición en México a través del cura Miguel Hidalgo y Costilla, pese a que en 1767 los jesuitas habían sido expulsados de México precisamente porque el gobierno español no estaba dispuesto a tolerar la más mínima disidencia con respecto a su poder absolutista, esto condujo a que en1795 se promulgara un código legal que reducía la inmunidad del clero, el código incluía severas penas para los motines, levantamientos, alborotos y perturbaciones de la paz pública.
En 1804 se dio el decreto de la Consolidación de los denominados Vales Rea les, pues en Europa iniciaba el uso del papel moneda como medio de amparar las operaciones financieras.
La disposición ordenaba que se recogiera y se consignara a la Corona, en calidad de préstamo, el producto de la venta de todos los bienes raíces y junto con todo el capital circulante que tuvieran en préstamo la labra dores, mineros y mercaderes de parte de fondos eclesiásticos. En 1803 la crisis agrícola obligó a utilizar lo recaudado en la compra de cereales para su reventa al pueblo español hambriento, para 1804 estalló la guerra contra los ingleses y la Corona ya no tuvo otra salida para allegarse recursos que aplicar la disposición y erigir las juntas de Consolidación de Vale Reales para la enajenación y venta de los fondos clericales de todas sus colonias en América.
En cuanto se tuvo noticia en la Nueva España de la aplicación de los mencionados ordenamientos, se percibió que habría una descapitalización severa y sin fundamento. Entre septiembre de 1805 y junio de 1807 se elevaron protestas de síndicos, eclesiásticos, mineros, agricultores, comerciantes y vecinos comunes, solicitando la suspensión de la disposición a través de manifestaciones y escritos firmes y decididos. Uno de los afectados fuertemente por la mencionada disposición era el cura Miguel Hidalgo y Costilla, quien por esa medida tendría la obligación de cubrir de inmediato una deuda de siete mil pesos so pena de perder sus haciendas. En estas condiciones no era raro que organizara a sus peones y labriegos para enfrentar el autoritarismo español y conservar sus bienes.
La hacienda de Santa Rosa Jaripeo, propiedad de Miguel Hidalgo y Costilla, contaba con magníficas áreas de riego, en sus tierras del Pajonal, de la Viña y del Moral y en los campos de los Sauces, los Calichales, los Arroyitos y los Potrerillos. Podía sembrar 136 cargas de trigo de riego, más algo de maíz de temporal. Además de dos potreros bien cercados y una calera, así mismo, grandes extensiones de tierra para diversos usos, en total la hacienda de Santa Rosa Jaripeo tenía una capacidad de siembra de unas 158 cargas de trigo de riego y algo más de 100 fanegas de maíz en terreno de secano (Moreno, 1996).
Así las cosas y contrario a la creencia popular, el famoso grito de Dolores ocurrió en la madrugada del 16 de septiembre de 1810 y no la noche del 15 de septiembre, como tradicionalmente se celebra. Al parecer esa costumbre la institucionalizó el general Porfirio Díaz siendo presidente de la república, pues era la fecha de su nacimiento y aprovechaba de paso para que toda la nación lo celebrara.
Cuentan los historiadores que don Miguel Domínguez, muy a pesar suyo, efectuaba el cateo de las casas de los conspiradores, habiendo dejada encerrada en sus habitaciones a su esposa doña Josefa Ortíz de Domínguez para que no fuera a cometer una imprudencia; sin embargo, como la habitación de ella estaba justo arriba de la del alcalde don Ignacio Pérez también conspirador, mediante una señal ya convenida le avisó que habían sido descubiertos, por lo cual él se dio a la tarea de comunicárselo a don Miguel Hidalgo, lo que sucedió alrededor de las 2:00 de la madrugada del domingo 16 de septiembre.
Ahí se encontraba el capitán Ignacio Allende y otros destacados participantes del movimiento a los que el cura Hidalgo dijo: “Caballeros, estamos perdidos, no nos queda más recurso que ir a coger gachupines”. Salieron rumbo a la cárcel, donde liberaron a los reos para incorporarlos al movimiento y de ahí enfilaron al cuartel del Regimiento de la Reina, donde recogieron armas y aprehendieron al subdelegado y a 17 españoles.
Hidalgo hizo llamar a misa y como era domingo concurrió mucha gente de la población y de las haciendas cercanas, en su mayoría labriegos acostumbrados a madrugar para atender las labores del campo. A las 8:00 a. m. Hidalgo contaba con un ejército de alrededor de 300 hombres, un piquete de soldados del regimiento de Allende y gente del pueblo.
Para las 11:00 horas salían del pueblo de Dolores y, aunque algunos iban montados, la mayoría iba a pie, las armas eran sus azadones, cazangas y palas. Continuando su marcha, alrededor de las 14:00 horas pasaron por el santuario de Atotonilco, donde el cura Hidalgo tomó de la sacristía el estandarte de la virgen de Guadalupe y fue donde realmente gritó a los asistentes: “Viva la religión”, “Viva nuestra madre santísima de Guadalupe”, “Viva la América”, “Muera el mal gobierno”.
A partir de ahí, y conforme iban pasando por las haciendas, se les iban uniendo más labriegos con la complacencia de los mayordomos. Conviene recordar que por aquellos tiempos existían las figuras de capataz y mayordomo como los responsables de dirigir a los grupos de trabajo de las haciendas integrados, como ya se ha mencionado por indios y castas, a quienes daban un muy mal trato para explotar al máximo su capacidad de trabajo; sin embargo, en el momento era tal el desacuerdo con las medidas políticas centralistas que en algunos casos hasta algunos hacendados de origen criollo se sumaron al movimiento independentista.
Una sencilla comparación con los Ee. Uu. Permite conocer el estado en que se encontraba la economía de México en 1800. El ingreso per cápita de Nueva España era aproximadamente de 116 pesos al año, comparado con 165 pesos de los Ee. Uu. El valor de las exportaciones de México y los Ee. Uu.
Era el mismo: alrededor de 20 millones de pesos. Ambos países eran predominantemente agricultores pero México poseía un sector industrial mucho más grande, basado principalmente en la minería y la industria textil. En 1800, Estados Unidos poseía una población de seis millones de personas, mientras que México tenía cuatro millones, pero la Nueva España había desarrollado las ciudades más grandes del continente (Rodríguez, 2006).
Los principales centros urbanos de los Estados Unidos eran Nueva York, con 60 000 habitantes; Filadelfia, con 41 000 y Boston, con 25 000; mientras que las principales ciudades de la Nueva España eran la Ciudad de México, con 150 000 habitantes, Guanajuato, con 60 000, Querétaro, con 50 000, Puebla, con 40 000 y Zacatecas, con 30 000. El México colonial también se diferenciaba de los Ee. Uu. En su composición racial y en el alto grado de movilidad social que disfrutaban sus habitantes.
La mayor parte de la población de los Ee. Uu. estaba constituida por europeos, seguidos por negros e indios, los que formaban minorías significativas. Los blancos, sin embargo, dominaban la estructura política y económica del país, limitando la movilidad social sólo a los miembros de su raza.
En cambio, el censo de México de 1793 indicaba que había aproximadamente 8 000 europeos; alrededor de 700 000 criollos, un grupo considerado blanco, pero que en realidad incluía una mayoría de personas de ancestros mezclados que reclamaban el estado de blancos en virtud de su educación y riqueza; cerca de 420 000 mestizos (descendientes de la mezcla entre el indio y el español), pero que también incluían indígenas que habían adoptado la cultura europea y que pasaban por mestizos; 360 000 mulatos; 6 000 negros; alrededor de 100 000 asiáticos y 2 300 000 indios.
De esta manera México, a diferencia de su vecino del norte, tenía una sociedad multirracial integrada a través del mestizaje (Rodríguez, 2006).
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