De Alba explica que en el Estado de Morelos, Hernán Cortés dio los primeros pasos hacia la formación de la hacienda, cultivando caña de azúcar y arroz, dos cultivos asiáticos que los árabes habían introducido a España y los españoles trajeron a México; al mismo tiempo, en los valles centrales se empezó a cultivar el trigo. Harina, azúcar y arroz pasaron a ser parte de la dieta de la nueva población hispano-india-mestiza, que al igual que la agricultura, estaba en proceso de desarrollo.
A la par se desarrollaron las haciendas-plantación, que se diferenciaban de las anteriores porque se dedicaban a la producción de cultivos perennes. Las primeras fueron las henequenales en Yucatán y las cafetaleras en el Soconusco, en Chiapas, y la “pulquera” en el altiplano central; además, se establecieron las tabacaleras en Nayarit y Valle Nacional que, aunque no era un cultivo, funcionaban igual. Las haciendas que se dedicaban al cultivo de granos denominadas cerealeras, además de producir trigo y arroz, incorporaron la cebada y el maíz y en función de ello atendieron la cría de ganado bovino, principalmente lechero.
En términos generales, la siembra de caña y la correspondiente producción de azúcar tuvo amplia difusión en todo el territorio de la Nueva España, durante el siglo xvii se establecieron gran cantidad de “trapiches”, o sea pequeñas fábricas artesanales de azúcar sin refinar y melazas. La extensión de tierras dedicadas al cultivo de la caña fue tanta que actuó en detrimento de otros cultivos, como el trigo y el maíz, de tal forma que en 1599 se dictó una ordenanza restrictiva, en la cual se establecía que se requería licencia del virrey para incorporar nuevas tierras al cultivo de la caña, respetando las ya establecidas si se demostraba que no eran más productivas para el trigo o el maíz.
Dos cultivos mediterráneos, el olivo y la vid, tuvieron un buen inicio en la agricultura colonial, aunque hubo mayor
preferencia por el segundo en contraparte algunas órdenes religiosas, en especial la de San Francisco se distinguieron por su empeño en importar y aclimatar el olivo. Cerca de la Ciudad de México se establecieron olivares muy prósperos, aunque gradualmente disminuyó el interés por esa oleaginosa, quedando prácticamente sólo un grupo de productores de Atlixco.
El cultivo de la vid, por el contrario, mereció más atención tanto en su introducción como en su consolidación como alternativa de producción agrícola, para 1534 había 11 800 sarmientos plantados en los valles de Atlixco y Puebla. Curiosamente, al principio las autoridades oficiales promovieron leyes para la difusión y establecimiento de olivares y viñedos por ser fundamentales para la dieta mediterránea; sin embargo, los comerciantes andaluces establecidos sintieron que tendrían competencia , deseosos de conservar su monopolio, presionaron a las autoridades peninsulares para que impidieran el desarrollo de estos cultivos, logrando que a partir de 1595 se dictara la prohibición de establecer en el territorio de la Nueva España ambos cultivos.
Por otro lado, la agricultura indígena se redujo en extensión por el acaparamiento de las mejores tierras y del agua por parte de los españoles, de cualquier manera sobrevivió con cuatro especies de origen americano: el maíz, el frijol, el maguey y el chile. El maíz mantuvo su presencia en casi todo el territorio, pues los varios siglos de cultivo que tenía permitieron que se seleccionaran semillas con adaptación a variados tipos de suelos y climas. La adopción de técnicas e implementos de labranza que trajeron los españoles les permitió mejorar en algo su capacidad productiva, lo que de alguna manera compensó la disminución de áreas dedicadas al cultivo del maíz; así, los españoles terminarían incorporando el maíz, al apreciar las bondades del aprovechamiento de la caña y las hojas como forraje para el ganado.
El maguey se caracterizó por su abundante, debido a su fácil adaptación a diversos climas y en particular a suelos pobres y en laderas, además de requerir escasa atención para su cultivo. Del agave se aprovechaba prácticamente toda la planta, el principal uso era la elaboración del pulque, vinagre y mieles, las hojas permitían obtener una fibra áspera a la que llamaban ixtle y que se utilizaba para producir cuerdas para amarrar los bultos o fardos; esos usos le han permitido perdurar en el paisaje agrícola mexicano, siendo tal vez la planta perenne más típica de México.
Del frijol y del chile se puede decir que son elementos característicos e imprescindibles de la dieta popular mexicana, desde entonces y hasta la fecha casi todos los agricultores de autoconsumo reservan un pequeño espacio de sus tierras de cultivo para obtener su propia cosecha de ambos cultivos.
En los años 1540 se descubrieron, en las tierras chichimecas, en lo que hoy es la ciudad de Zacatecas, las vetas de plata que la han hecho famosa. La plata fue el estímulo para el desarrollo de la agricultura en la Chichimeca. En los reales de minas se necesitaron enormes cantidades de productos agrícolas: alimentos, ropa, animales de trabajo, forraje para los animales, madera, leña, etc. La bonanza minera se sintió por toda la Nueva España. Arroz y azúcar de Morelos; trigo, maíz y frijol de los valles centrales; carne, lana, cueros y sebo de Querétaro, Guanajuato y Jalisco.
Las haciendas, que serían símbolo de la vida y la cultura mexicana, estaban por iniciar. El antecedente inmediato de las haciendas era la “Encomienda” que era una figura organizativa-administrativa creada por los españoles con el objetivo de difundir entre los nativos la religión católica. La encomienda estaba dotada de grandes extensiones de terreno de cultivo en torno a núcleos de población india que había que catequizar; sin embargo, los indios que se recibían en encomienda tenían la obligación de ser productivos, por lo que con esa justificación prácticamente trabajaban en beneficio del encomendero o responsable-dueño de la encomienda a cambio sólo de un exiguo sustento alimenticio.
Parte fundamental del esquema productivo de las haciendas fue la incorporación de animales de tracción que proporcionaron la energía para mover aperos de labranza que multiplicaban la capacidad para arar la tierra. Se consideran fundamentales dos casos: la mula y el buey. La primera que es un híbrido de asno y yegua, que además de apoyar en las faenas productivas era la base del transporte de mercancías que hacían operativa a la hacienda, pues reunía las ventajas de ambos progenitores; la rusticidad del asno, que se alimenta con forrajes pobres como pajas y rastrojos, que soporta la sed y bebe aguas turbias y duras sin mayor daño a su salud, también aguanta el calor y la insolación y la mayor estatura y fuerza del caballo. En lo que al buey se refiere se convirtió en la otra gran fuente de energía de la agricultura nacional, era el encargado de jalar el arado para roturar la tierra y cultivar; el buey es el resultado de emascular al torete antes de la madurez sexual; así se obtiene un animal manso, fuerte y leal a su boyero. Por tratarse de un rumiante se puede alimentar con diversos tipos de forrajes que no serían aptos para las mulas. El valor residual es muy alto, por la aceptación que hay por carne y piel de bovino; de hecho, el buey viejo vale más que el novillo que lo reemplaza como animal de trabajo. Esta es la razón de la persistencia del buey en la agricultura mexicana desde su origen hasta la actualidad.
El asno o burro también jugó un papel muy importante como animal de carga y transporte, tanto de personas como de mercancía. Se trata de un animal si bien por lo regular lento, también manso y noble, muy rústico y de poca exigencia alimenticia, tal vez por eso se ha abusado históricamente de él. Su potencial de trabajo es muy alto, con equipo adecuado y buen trato el burro es magnífico. En el México actual se ha vuelto un animal exótico, incluso se ha recurrido a su importación de Kentucky, en los EE. UU.
Volviendo al descubrimiento de las vetas de plata, hecho fundamental para las aspiraciones de los conquistadores de enriquecerse de manera rápida y fácil, se identificó la ruta de los minerales. De Alba comenta que de Querétaro a Zacatecas, y después hasta Saltillo, se trazó el camino de la plata, el cual se pespunteaba de haciendas ganaderas que a su vez cumplían varias funciones, tales como dar hospedaje a los arrieros y sus recuas de mulos y asnos, caravanas de carretas, grupos de viajeros y patrullas militares. Como avanzada de la civilización, los frailes evangelizaron a los indios chichimecas que todavía eran cazadores-colectores y ni idea tenían de qué cosa era la agricultura. Con el progreso de los reales de minas y el crecimiento de la población, la demanda de alimentos y forrajes aumentó enormemente, eso coincidió con la caída de la población india en los valles centrales por el ataque de las epidemias. Así se formó el nicho de oportunidad para la hacienda cerealera del Bajío. De Querétaro a León la hacienda ganadera fue cambiando de actividad. El cultivo de maíz, frijol, trigo, chile y calabazas dejó de ser para autoconsumo y pasó a ser comercial.
Es en este punto donde se dio el sincretismo de lo indio y lo español: maíz, frijol, chile y calabaza eran indios; los bueyes y el equipo de trabajo eran españoles, pero el que empuñaba la mancera para hacer el trabajo del arado era un mestizo. La cría de ganado seguía siendo parte del negocio. Así nació la agricultura mexicana y así también nació México.
De Alba explica que aquí también la tecnología era pobre, como pobre y atrasada era en Europa la agricultura española, comparada con la francesa, pero era muy funcional, según las necesidades y posibilidades de la Nueva España. Casi todo el equipo se fabricaba totalmente con madera, cuero, fibra de maguey (ixtle), piel de borrego (zalea), palma y varas para toda clase de canastos. Para uso humano en vestimenta y el hogar estaban la lana, el algodón, los cueros y las pieles, la palma, la piedra, el barro, etc.
La gran hacienda era así un mundo en sí mismo, con casa solariega, huerta y jardines, almacenes, talleres, establos y corrales, aldea, plaza y capilla. Había una población socialmente estructurada que iba del patrón y el administrador, a los mozos y sirvientas. Dignos de mención son los hombres de a caballo: caporales y vaqueros, y los de a pie: arrieros, carreteros y boyeros. No faltarían los artesanos, como herreros, carpinteros, albañiles y otros. Mientras tanto, en el campo femenino: costureras y cocineras. De igual forma nunca faltarían músicos y danzantes, porque la hacienda tenía un santo patrono, un calendario de festejos y una vida social.
De Alba llega a la conclusión de que hacienda y aldea convivieron y evolucionaron, compartieron el mismo espacio, eran mutuamente dependientes, le rezaban al mismo Dios (o al menos eso creen los frailes), estaban codo a codo en la iglesia el domingo en misa y, sin embargo, generaban culturas diferentes aunque paralelas; de la hacienda viene la cultura señorial, entre otros aspectos: el traje de charro que es el traje nacional; la charrería, que es el deporte nacional; el mariachi, que es la música nacional y la cocina de hacienda, que en mucho es la cocina mexicana. De la aldea viene la cultura popular con fuerte orientación religiosa, la peregrinación, la danza, la feria, los juegos y las comidas en los puestos de la plaza con tostadas, enchiladas, atole y tamales.
La evolución de la producción agrícola y su desarrollo se ubicó en las regiones de economía más dinámica: el Bajío, Guadalajara, Michoacán y el norte del territorio de la Nueva España. A inicios del siglo xix Guanajuato era la región más desarrollada en materia agrícola con 445 haciendas y 416 ranchos. Sin embargo, la región más sorprendente por su gran crecimiento era Guadalajara, cuya producción agrícola en 1803 contaba con cultivos como el maíz, el trigo, las legumbres, el algodón, el azúcar y desde luego el agave, además de la producción lechera que iniciaba de manera importante. En esa región había 370 haciendas, 118 estancias ganaderas y 1 511 ranchos, que eran tan productivos como los del Bajío. Por su parte, la región de Michoacán mantenía muy buena producción agrícola, con 311 haciendas y 708 ranchos. La gran producción de estas tres regiones les permitía alimentar a sus habitantes y mandar los excedentes a otras regiones de la Nueva España, particularmente a la Ciudad de México, que en 1810 se abastecía de 824 haciendas, 871 ranchos y 57 estancias ganaderas ubicados en dos grandes centros de producción: las fértiles tierras de Chalco-Atengo y el valle de Toluca. La grana de la cochinilla tuvo un gran desarrollo en la primera mitad del siglo xviii en Oaxaca, pero se estancó y vino a menos a finales del siglo (Florescano y Gil, 1997). En el párrafo anterior se consignan desde entonces los dos tipos de producción agrícola que se practican en el país: la agricultura comercial en el Bajío, Guadalajara, parte de Michoacán y el Norte, que se caracterizaba por el uso intensivo y extendido de la energía animal, técnicas de cultivo con yuntas, arados de madera y metal, construcción de presas, regadíos y uso de abonos animales; por otro lado, la agricultura indígena tradicional en la parte central y sur del país combinaba la herencia de las prácticas indígenas tradicionales y las deformaciones de la hacienda latifundista orientada al monopolio de reducidos mercados urbanos. Para controlar esos mercados la hacienda extendió sus áreas de cultivo hasta convertirse en latifundio y se aprovechó de la mano de obra indígena, reduciéndola a la condición de servidumbre y explotación.
A finales del siglo xviii la participación de la Iglesia en la agricultura y la economía colonial fue de manera financiera, aprovechando su capital, en virtud de la falta de bancos y sistemas de crédito oficiales o privados. La Iglesia suministraba, a través de préstamos o inversiones directas al campo, el capital necesario para que la actividad no parara o disminuyera; en otras palabras, regulaba la economía agrícola y tal vez la economía en general, pues captaba a través de las donaciones y legados testamentarios, excedentes económicos de los sectores más dinámicos como el comercio y la minería y los invertía en la agricultura, el sector más rezagado. Sin embargo, no hay que olvidar que la operación era a base de garantías, por lo que si el usuario del préstamo no tenía éxito, pagaba con sus propiedades y la Iglesia incrementaba las suyas.
Bibliografia
Mena, S. Ramírez, M. (2014). Panorama de la agricultura en México (1.ª ed.). Grupo editorial: Editorial Universidad de Guadalajara.
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Bueno e interesante este artículo mi Chava. Saludos